Opinión

El amor homosexual también es una pandemia

Lo último que me dijo Jesús antes de cortar rápido fue: “Te llamo en un rato, entro a la UCI”. Él trabaja en la primera línea de los covid19, en un hospital público de Barcelona.

Recuerdo que estaba sentado al teléfono, lo sostenía con mis manos rotas de tanto alcohol gel que me había puesto en la clínica donde yo trabajo, ubicada en Recoleta.

La misión que tengo es contener y evaluar el estado emocional de los pacientes incluyendo los cuerpos de la pandemia, a excepción de quienes están intubados, esperando abrir sus ojos o dormirse para siempre entre máquinas y químicos.

A veces se torna difícil, y para esperar la llamada mientras, pongo el teléfono en mi bolsillo y espero el vibrar del contacto con Jesús.

Las horas van pasando de la misma forma en que pasan los rostros frente a mi. Todo ha cambiado y nada es como ayer, entre plásticos y elementos de seguridad debo sostener un cuerpo con la mirada.

Ensayo mis expresiones a través de tutoriales que me distraen, los grabo desde el teléfono, esperando que baje la llamada de Jesús y yo con miedo a no sentirlo, entonces divido mis sentidos para que nada se escape.

Las horas pasan, la llamada no llega, el tutorial se hace eterno, las cosas se confunden, la máquina no funciona, la receta se pierde y el teléfono no suena.

Pienso lo que puede estar haciendo; intubando, una traqueotomía o simplemente cerrando un par de ojos más, como los miles cerrados en Madrid y Barcelona de la azotada España.

Me imagino ajustar su máscara, limpiar sus lentes e incluso poner mi cuerpo ante ese escupitajo que sale por reflejo. Hasta donde uno puede dar la vida en esta vida, la pregunta puede no tener respuesta, sin embargo la grito al cielo, como viudo iracundo de una pandemia que recuerda la otra pandemia, esa que el constituyente no puede verbalizar.

En un momento salgo a la plaza Brasil, las horas han pasado, el teléfono no vibra, la llamada no llega, mis manos rotas escriben estas notas, con una fiebre de angustia, un miedo tembloroso, un esperar lo peor.

Mis perras corren, yo las miro, guardo el celular esperando que vibre en las piernas, disimuló mi desesperación con la mirada contemplativa que dejó caer en sus corridas de libertad, mientras soy encarcelado por el miedo.

La llamada no llega, me apoyo en un árbol, toco el pasto, grito a la perra, la llamada no llega, pienso en el tutorial.

Cocinar completo, en Barcelona no saben hacer completos, lo anoto al teléfono y veo el wsp, no hay movimiento en su teléfono.

Imagino que fue un procedimiento largo. Mientras apaciguaré la espera recordando ese primer abrazo en el Parque Forestal o cuando conocí a sus padres y ellos no podían pestañear, Jesús repara al padre por no llevarme a conocer la ciudad de la Sagrada Familia.

Yo mantenía mis manos en los bolsillos para que no se notaran mis alas que nos cubrían cuando estábamos juntos y reíamos de la gente al pasar.

Luego al día siguiente partimos a Los Pirineos, yo como príncipe encantado, miraba todo desde el tercer piso de su casa.

Al regresar a Barcelona Jesús me decía; ¿Quieres visitar el museo de Salvador?… yo le respondía entre risas, ¿Para qué?, no veo a nadie caminando con una obra.

Bueno José Luis, entonces partamos a la Sagrada Familia, mi sarcasmo me hacía responder ¿existe una familia más sagrada que tú y yo?

Reíamos y me decía… contigo no se puede… claro respondía porque contigo no compito, si lo hiciera me dejaría perder, solo para verte feliz.

El llamado aún no llega, no alcancé a decirle que lo extraño, que quiero sentir sus brazos por mi espalda.

La llamada no llega, una lágrima me recuerda que elegimos esto y otra se esconde, me ayuda a respirar, hasta la próxima llamada que será interrumpida por alguien que lo requiera a él… o me busque a mí.

Hacer coincidir los cuerpos, los muertos y las horas, es tan difícil como bajar la mascarilla y darnos un beso.

A veces el amor homosexual los une algo más allá de un virus.

Por Cano
Ig: @psicologodiaz

Revista Clóset

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