«Doctora Amor»


Me calzo para escribir estas letras unas hermosas botas rojas, altas e infinitas, que me obsequió una marica amiga, con la cual compartimos el mismo talle y las mismas emociones en el corazón.
Me calzo para hablar de amor, amor en las filas del mariconeo militante, ¿acaso existe el amor en nuestro lado de la vereda sexogenérica? Atender esta pregunta es atender a una duda crucial de nuestras vicisitudes. Durante nuestras vidas el amor como sentimiento está en el aire, en las películas, en el arte y en la guerra el amor es una respuesta, sin embargo, para nosotras ese concepto siempre es una interrogante. Tristemente no hay peor aliciente para el amor que no encajar en el común de la sociedad, quiero decir, ser diferente del constructo hegemónico de individuo es igual a no merecer amor. Pretendo brindar tras esta lúgubre afirmación algún elemento que nos salve de la amargura, para ello aprontémonos a considerar ¿de qué amor estamos hablando?
Plagado de reinterpretaciones, de parodias, de tragedias y comedias el ideal de amor, propio de nuestra cultura occidental, es un cliché bien articulado; Un hombre y una mujer, una caminata y un café, una casa, una hipoteca, dos laburos y un bebé. El amor reproductivo, cisheterosexual y con acceso a crédito, es la premisa que se nos inculca de forma permanente desde todos los escaparates que la sociedad nos puede ofrecer, tanto es así que nuestra diferencia florece herida en la autolimitación y la reprimenda externa. “¿Señora, señor cuándo le va a traer una polola el niño o le salió wekereke?” ante la pregunta tipo de cualquier malintencionada persona Juan Gabriel tendría una respuesta digna de enmarcar, pero ni todas somos Juan Gabriel, ni Juanga se hizo en un día. Con timidez observamos estas inquisiciones desde una posición desventajosa y en una primera infancia, sin acceso a palabrear de vuelta a la vieja piruja de turno, echamos mano de lo único que podemos cuestionar y controlar, nuestra propia esencia.
La autocensura y el ejercicio autoflagelante nos acompañan desde el primer cuestionamiento y una gran primera deuda, desde nuestros tutores, es precisamente evitar estos ejercicios legitimando nuestra diferencia ante quienes nos quieren dañar. Porque sí, es un daño flagrante y una violencia primigenia que nos quieran hacer objeto de duda. Como en todo orden de cosas, quien siembra dudas en tu corazón sobre quien eres o de lo que eres capaz, poco bien quiere hacer por ti. Tristemente este tipo de entendimientos poco se consiguen en casa, ni hablar de la escuela o la iglesia, elementos formadores de la sociedad hegemónica. Es el tiempo y la persistencia del ser los que, a porrazos y experiencias, nos van brindando las herramientas para resistir y responder. Si bien es necesario a este corolario añadir la frase cómplice de seres quienes nos ven por lo que valemos, también es justo decir y citar la frase popular “de cada tres al menos dos idiotas”. En este mundo donde el mango de la sartén lo tienen los bien insertados, las primorosas flores del jardín maricueca estamos en los fuegos del bracero, sin embargo, es ese fuego flagelante el que nos transforma en corporalidades de resistencia.
Ahora que nos encontramos ante el hecho evidente, que entendemos que mucho del amor pregonado por Romeo a Julieta no nos encaja del todo, que esas promesas idealizadas y generalizadas son como zapatillas de cristal que solo le entran a cenicienta, veámonos en la pomposidad irreverente y grotesca de ser las hermanastras feas ¿feas para quién? Para el sistema claramente. No entramos en el cuento maqueteado del amor cisheterosexual ¿qué hacemos entonces? Cogemos y recogemos nuestras brasas del fuego inquisitorio, tales brujas demonizadas y sacamos a viva luz nuestra realidad. No somos candidates para su discurso romántico, somos más que eso entonces y si no entramos dentro de su juego, tampoco deberían limitarnos sus reglas. Uso tacones para escribir porque me place en el centro de mi femineidad hacerlo, además de habitar de forma empírica que los tacones están hechos para posar, al menos para mí, porque los considero un puto martirio y un delicioso placer. Las reglas definitorias entonces ya no pueden limitarme ¿será que soy como Juanga? Creo que todavía no, Juan Gabriel era una doña señora putón verbenero de la pasión, su nivel de descaro es un destino al que muches podemos aspirar, un destino por sobre todo feliz. Un descaro propio de a quien se le ha negado mostrar su propio habitar, que en base a sus experiencias tomó de dolores diamantes y fraguó su corazón en el fuego más alto, para hacerlo a prueba de reproches y de balas.
Quizás en el tiempo, los bien aventurados del relato oficial, se percaten de lo violenta que es la eterna duda sobre nuestras existencias o la siempre bien simulada indiferencia sobre la eterna justificación que nos hacen sufrir a consecuencia de nuestros vínculos, anhelos y maneras de habitar en la sociedad. Tal vez con un poco de suerte, quienes nos señalan o prejuzgan, puedan tomar su dedo para apuntarse a sí mismos en el espejo y entender que el problema no es nuestra existencia amariconada y alegre, sino más bien, su odio irrefrenable a no tener agallas para romper con reglas patriarcales de lo que es vivir. No nos engañemos, es difícil incluso para nosotres desprendernos de ese juego de roles, nos cuesta lágrimas y dolores, pero no tuvimos opción, la propia vida y sus avatares nos llevaron por la vía alterna. Ellos desde su tablero de juego tienen el privilegio de decisión, siempre lo han tenido y quizás es eso lo que les hace aceptar a modo de fetiche a ciertas personas, mientras que a otras no. Sin importar esto último, vayamos por la senda de Soa Juanga al Noa Noa, a la autoaceptación y al amor negado en el discurso oficial, ese amor propio que se consiga en la búsqueda de nuestros sueños y en la familia que nos entrega la propia experiencia.