

Un relato íntimo y profundamente humano que recorre la vida, el legado y la despedida de Rosendo “el Flaco Robles”, figura querida del fútbol amateur en Conchalí, padre, abuelo y referente barrial, cuyo amor por la pelota, la familia y la comunidad dejó una huella imborrable más allá de la cancha.
Rosendo Evaristo Robles Monsalvez nació en Puerto Saavedra el 18 de abril de 1947. Hijo de Luzmira Monsalvez y Juan Robles. Su infancia fue complicada como lo es para todo niño pobre campesino. Fue criado por sus abuelos paternos -Rosendo y Dolores- porque su joven madre viajó a Santiago en búsqueda de mejores horizontes laborales a través del trabajo doméstico en el barrio alto de la capital. Ya instalada en la urbe, su mamita juntó y juntó dinero, regresó al campo y se trajo a Rosendo a Santiago. El joven tenía 17 años, pelo tieso, pantalones hasta los tobillos. En las Termas de Colina, balneario del Ejército de Chile, Rosendo trabajó de garzón. Pantalón negro, chaqueta blanca y humita negra. Muy elegante, esbelto, guapo y jovial, Rosendo llamó la atención de todos, especialmente de la joven Lucía del Carmen, una apuesta señorita encargada de la guardarropía de la piscina que -audaz y enamorada- se escapó con él, liberándose así de un padre golpeador y una madrastra de pocos afectos. Ese joven desear entre Rosendo y Lucía se transformó en familia, creando -y criando- a cuatro hijos. Primero Juan Carlos, luego yo Víctor Hugo, después Héctor y al final Margarita, “el conchito”, mi hermanita preferida. Yo soy el segundo de la camada, el hijo distinto de familia obrera, conservadora.


Mi infancia fue dolorosa porque en el colegio y en el barrio me molestaban y me gritaban “maricón, colipato”. Yo llegaba llorando a la casa sin entender tanta agresión, mientras mis padres tampoco comprendían de esos dolores. Nadie les enseñó cómo proteger a un hijo que nació con «una alita rota» como escribió nuestro querido e inolvidable amigo y compañero, el escritor Pedro Lemebel. Yo, igual que mi padre y mi madre, aprendí a volar de golpe. Para Rosendo fue mucho más difícil debido al machismo campesino y la educación conservadora de antaño.
De chico me gustó el fútbol, así como a mis hermanos, pero ellos eran muy buenos y yo muy malo. No le pegaba ni al quinto bote. Le tenía miedo a la pelota. No hacía goles sino autogoles. Mi papá jugaba de arquero, atajaba pelotas en las canchas domingueras del barrio El Cortijo. Primero arquero, luego capitán y finalmente director técnico. Mi madre la presidenta de la barra del Club Deportivo Unión El Cortijo. Mi padre, al igual que mi madre, era una persona trabajadora, esforzada, nunca sufrimos hambre, si hasta helados vendió en las micros para alimentar a su familia. Hambre nunca sentí pero sí angustia y soledad existencial por mi cuestionada sexualidad.


Así fui creciendo, armando, desarmando y volviendo a armar un especial y tropezado querer con mi padre. Tal vez por eso me uní a la soledad de mi luchadora abuelita Luzmira, mujer intrépida e independiente que nunca se casó, dándolo todo por Rosendo, su único hijo, Lucía y sus adorados nietos. Yo viví siempre apegado a mi abuelita, era mi refugio, mi dulce compañía. Rosendo, mi padre, la extrañó y lloró mucho después de su partida. Muchas veces lo vi llorar, llorar y llorar animado por unas muchas copas demás. Me partía el alma ese dolor atávico, ese desgarro de adulto herido por historias de infantil abandono. “Yo siempre he sido solo”, decía mi padre, llorando, aturdido por el alcohol. Nuestro amor padre e hijo se fue forjando en esa resentida y compartida orfandad.
El abrazo de fin de año
Nunca olvidaré que hace algunos años, una noche de 31 de diciembre, antes de irme a celebrar a Plaza Dignidad, mi padre me abrazó muy fuerte, emocionado, agradeciéndome los cuidados que le brindé a su mamita, mi abuelita Luzmira que del cielo nos mira. Me sobrecogieron sus sinceras palabras, sentí ese pesado pesar, ese genuino reconocer. A partir de ese gesto valoré a ese hombre bueno, cariñoso, honesto y dichoso de sus hijos, nietos, nietas, tataranietos. Un hombre que tuvo y se dio el tiempo para disfrutar los primeros pasos de sus locos bajitos, así como para celebrar las andanzas futboleras de sus hijos y nietos, especialmente de su hijo Héctor Robles y su nieto Andrés Robles.
En pandemia se enfermó, casi murió de COVID19 pero sobrevivió, sin embargo, nunca más fue el mismo. Se cansaba y a veces se quedaba acostado en casa. Mi hermana le pedía descansar, cuidó mucho a su papito amado, mientras ella atendía el restaurante Palestino de Avenida Perú porque, junto con el fútbol, la devoción de mi padre era su local de exquisita comida árabe, el más chileno de los árabes. Y así, mientras se quedaba en casa, poco a poco se fue apagando, hasta que el 14 de diciembre del 2025, maldito día de la segunda vuelta presidencial, Rosendo se cayó y se fracturó cadera. Fue hospitalizado y operado. Luego se hicieron más urgentes y presentes otras graves dolencias y complicaciones en el hígado, en los pulmones, el corazón.


Después de dos semanas hospitalizado, la madrugada del 27 de diciembre llamaron del San José y fuimos -corrimos- a besarlo, despedirlo y darle las muchas, muchísimas gracias por todo. Rosendo Evaristo Robles Monsalvez, más conocido como “Don Héctor”, falleció de insuficiencia cardiaca esa misma madrugada, paralizando una historia de lucha y resistencia pero abriendo otro tiempo, otros caminos de justos reconocimientos y homenajes.
La despedida futbolera en El Cortijo
«Mi papito estaría feliz, saltando de alegría», comentó orgullosa mi querida hermana Margarita Robles, después del sentido e intenso homenaje que recios deportistas de barrio le rindieron a mi padre, Rosendo Robles, el «Flaco Robles» o “Papito Robles”, como le gritaban frente a su ataúd repleto de flores y banderas.
Fue una ruidosa despedida acontecida la noche del sábado 27 de diciembre en calle Juncal con Catalina de Los Ríos, epicentro popular de la población El Cortijo de Conchalí, tan famosa y reconocida a propósito de la excandidata presidencial Jeannette Jara que nació en el mismo barrio. Bello y emocionante escuchar y sentir la pasión del fútbol esforzado, el fútbol de tierra, el fútbol de barrio, fútbol del ayer, querido juego y espectáculo popular que niega doblegarse al poder del dinero y el negocio lucrativo de las marcas deportivas.
Mi padre siempre soñó ser futbolista, lo fue de algún modo porque educó, apoyó y entusiasmó a mi hermano Juan Carlos para profesionalizarse en el fútbol pero no llegó a puerto hasta que mi otro hermano menor, Héctor, se avivó transformándose en destacado jugador profesional de Club Deportivo Palestino y polémico entrenador de Santiago Wanderers de Valparaíso e incluso entrenador de la Selección Nacional Sub17. De jugador fue conocido y reconocido como «Choro Robles». Deportista duro, peleador, problemático y emblemático.
Esa jugada e inquietante noche de velatorio obrero y sentido homenaje futbolero en nuestra casa de la población El Cortijo, el “Choro Robles” habló fuerte y claro. Agradeció las bellas palabras a nuestro padre y criticó la falta de pasión, de sentido de origen popular del fútbol profesional. “Muchas gracias por el reconocimiento y respeto a mi padre. Él trascendió en el fútbol amateur y ojalá el fútbol profesional tenga muchas cosas del fútbol amateur que no las tiene. Se ha perdido la identidad de jugar por un club, una institución y defender la camiseta. Hoy se juega por la plata, si les pagan juegan y eso es muy difícil para el entrenador», criticó Héctor Robles con choreza. Muy admirable reconocimiento a un hombre apasionado, maestro, profesor, guía de muchos jóvenes, hoy adultos, que reconocen en “Papito Robles” la pasión por la pelota, la camiseta mojada en el Club Deportivo Unión El Cortijo o en Japón Unido. El grito de “viejo, viejo querido, Japoncito, jamás te olvidara”, cerró el homenaje.
El gol en la cancha de Santa Inés
El domingo 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, El Cortijo se llenó de autos y camionetas que acompañaron el cortejo fúnebre del “Flaco Robles” hasta el cementerio Parque de Santiago de Huechuraba. Antes, tradición cristiana mediante, hubo un responso en la capilla Santa Inés. Lo mágico y bello a la vez aconteció en medio de las lecturas bíblicas, porque mientras el diacono ofrendaba rezos a Rosendo, afuera acontecían gritos, silbidos y pitos. Era un partido de fútbol de domingo que se jugaba en la cancha de barrio en la población Santa Inés. Si hasta un gol se coló por los ventanales de la capilla. Sin duda, el mejor y más apasionado homenaje a un hombre de fútbol, emblema comunitario de barrio.


“Unión Cortijo, Unión Cortijo, manojito de claveles”, se cantó y escuchó con emoción, fue un hermoso tributo a mi padre y una dulce reconciliación para mi recordado niño interno, un inesperado reencuentro con una pasión que fue dura e ingrata conmigo en tiempos de chiquillo pequeño e indefenso. Por ese niño roto, por todos los niños distintos que fueron -y serán- expulsados del partido de la vida, mi justo y sentido homenaje. Un tributo también a mi padre arquero, entrenador y estratega que pasó de la homofobia social al amor y orgullo familiar por su hijo activista homosexual.
Eterno campeón
Mi amor eterno para Rosendo Evaristo Robles Monsalvez, hijo de mi amada e inolvidable abuelita Luzmira Monsalvez Alarcón Paillalef. Mi renovado amor a mi madre Lucía Fuentes que acompañó a mi padre, su primer y único amor, madre que sobrevive y acompaña mi loca aguerrida existencia. Gloria eterna para el “Flaco Robles” o “Papito Robles”, como le decían los chiquillos del barrio. “Don Héctor”, como se autonombró Rosendo Robles Monsalvez. Hasta siempre “Papito Robles”. Hasta siempre “Don Héctor”. Hasta siempre –siempre eterno e inolvidable multi campeón.
Por Víctor Hugo Robles
El Cortijo de Conchalí, 30 de diciembre de 2025
@elchedelosgays

